Premiere the 10th september 1999 at Teatre Jardí in Figueres (Girona), city where Salvador Dalí was born.
Shown until 16th september 2001.
The final delirium
Dalí lived-out every man’s secret dream: to remain a child during his whole life. From a very early age he understood that a child’s impunity with its wild imaginings and exciting mysteries made up the universe he needed to retain in order to avoid the constricting conventional reality of the adult world.
His early intentions met with success and Dalí even managed to die a child, playing sadistically with death, prolonging his suffering for years in order to contemplate, both curious and fearful, the reaper’s face. This unique artist’s surreal vision of reality was not the result of an intellectual process but rather the consequence of his particular vision of life; his work, his ruthless spontaneity, his erotic leanings, his relationship with García-Lorca or his love for Gala, the wife-mother figure, reveal the authenticity of an enormously creative existence based on constant play. His enormous ability to seduce his public was probably therefore a direct result of the theatricalization of his compulsive individuality which obviously resulted in catharsis with the masses.
Dalí did not like to be considered either “good” or politically correct, he loathed bourgeois good taste and the arrogance of the intellectual elite who counter-attacked by relegating his enormous lucidity to the realms of madness and commercialism, and on many occasions also slanderously fabricated supposed flirtations with fascism. The reasons for this can doubtless be found in Dalí’s outright militancy in the painterly tradition of figurative mysticism and also the bitter irony which he directed towards the avantguard movements and some of their major idols who even today represent the untouchable taboos of the elite.
In order to counteract the sickly exhibitionism of pharisaic goodness which invades us, characters like Dali are of a vital, ecological necessity though sadly in the process of becoming extinct, for this reason we have synthesised the memory of intense hours shared in rehearsals with complete passion and partiality in this final delirium the title of which is the word he most liked to pronounce: DAAALÍ.
Albert Boadella.
Reward to the best International
show performed during 1999 in Argentina
awarded by Centro Argentino del Instituto
del Teatro Internacional – UNESCO
Albert Boadella
Dramaturg and director Albert Boadella
Assistant director Lluís Elias
Assistants to the director Genoveva Pellicer
Montse Mitjans
Jordi Costa
Scenic design Albert Boadella
Lluc Castells
Costume design Mariel Soria
Props Lluc Castells
Infography Xavier Gallart
Ligthing Bernat Jansà
Screen Judith Tello
Stage Technicians Jesús Pavon Díaz
Josep Abellan
Sound Francesc Busquets
Technical director Jordi Costa
Production director Josep M. Fontserè
Choreography”Dansa de la mort” Cesc Gelabert
Pysical preparation Sílvia Brossa
Diction Genoveva Pellicer
Fencing Pep Mora
Rehearsal diary Montse Mitjans
Tailor Manuel Peña
Armour construction Fernando Garreta
Press Nati Palomo
Tour coordination Sergi Subirachs
International tour coordination FRANCESC PUÉRTOLAS
Doll construction Lluís Traveria
Documentary Llorenç Soler
Documentary production Gara Produccions/Mallerich Audiovisuals
Fhotography Consuelo Bautista
Graphic design Jaume Bach
Publicity photo Joan Carles Milà
Sound Estudi Oido
Set construction Castells Planas
Metallic structures Tallers Pascualín
Electricity Eléctrica Gafonal
Packaging Strong
Digital editing Gen-Lock Video
Screen design and production Odeco Electronics
Our thanks to Antoni Pitxot, painter and friend of Salvador Dalí, for his collaboration
Produced by:
Awards
Premio Saulo Benavente al mejor espectáculo internacional
representado durante el año 1999 en Argentina
concedido por el Centro Argentino del Instituto del
Teatro Internacional – UNESCO
Premio nacional de Teatro 2000 a Ramon Fontserè
por su interpretación en Daaalí
Apología del crustáceo
JAVIER CERCAS
El País 21 de septiembre de 1999
Era un época en que todos éramos duros por fuera y blandos por dentro. Era la adolescencia. Por entonces iba mucho al teatro. Iba, por ejemplo, a ver Las moscas, de Sartre: después de aguantar a pie firme tres horas de tostón letal, salía a la calle con la existencialista de tendencias suicidas a la que había acompañado y, con la vana ilusión rentabilizar el suplicio, la castigaba con un discurso sobre el ser y la nada y el destino y la justicia y la imposibilidad de no ser libres. Por entonces también hice mi primerahuelga. Era una huelga por la libertad de expresión porque acababan de formarle un consejo de guerra a un tal Boadella por una obra llamada La torna. Por supuesto yo tenía la certeza de que estábamos defendiendo al autor de algún tostón letal, pero, aunque sabía que estaba haciéndole un daño tal vez irreparable al mundo, no me importó, porque aquella huelga se convirtió en una juerga durante la cual estuve a punto de hacerme Hare Krishna, para complacer a una preciosa hippy de tendencias místicas.
Dejé la adolescencia y dejé de ir al teatro. Como no soy precisamente un genio, tardé demasiado tiempo en convencerme de que no había manera de ligar con Sartre, y de que además es de idiotas pagar por aburrirse. Una tarde, sin embargo, al pasar por un teatro vi un cartel que anunciaba una obra del tal Boadella: Laetius. Por curiosidad -o por nostalgia del existencialismo y la mística-, entré. Durante dos horas me reí, me emocioné, me exalté, y al terminar la función pensé que el teatro se parece a la poesía: hacerla es facílisimo, pero hacerla bien es lo más difícil del mundo; también pensé que, con la primera y última huelga de mi vida, había contribuido sin saberlo a hacerle un favor al mundo.
Muchos años después, sigo pensando lo mismo. Sobre todo después de ver hace unos días, en Figueras el último montaje de Boadella: Daaalí. Mientras hago cola ante la taquilla del teatro, me acuerdo de que Julio Cortázar, que fue toda su vida un adolescente y que quizá por ello escribió algunas novelas medio existencialistas y medio místicas, sospechaba por sistema de todo aquel que sospechaba de Dalí, porque "hay contra Dalí un horror muy parecido a esa hipocresía sádica que se disfraza de horror hacia el verdugo". Por su parte, uno sospecha por sistema de todo aquel que sospecha de Boadella. Es verdad que, como Dalí, Boadella es un provocador y un histrión, pero hay que preguntarse si provocar y hacer reír no son dos de las pocas cosas decentes que todavía puede hacer un intelectual. Al entrar al teatro reconozco a un legendario jugador de balonmano de mi adolescencia, de nombre Jou, que en un partido legendario fue increpado por un espectador: "Jou, no tens collons!", a lo que Jou contestó bajándose los pantalones en plena pista y demostrándole al energúmeno que estaba equivocado. Pienso que el gesto no hubiera desagradado a Dalí; tampoco a Boadella. Menos aún, al Dalí de Boadella. La obra es un delirio rigurosísimo realizado por alguien que tiene un sentido brutal del espectáculo, y también un férreo ejercicio de libertad de quien sabe que la libertad en el arte es una estafa: por eso el Dalí de Boadella es un Dalí del todo verosímil, sorprendente y familiar al mismo tiempo, alucinado y conmovedor, libérrimo y tiguroso e hilarante, tozudamente inmune al tópico. En algún momento de la obra Dalí afirma que Dios se equivocó al hacer a los hombres -que son blandos por fuera y duros por dentro- y declara su amor por los crustáceos -que son duros por fuera y blandos por dentro-, y mientras le oigo pienso que quizá Dalí fue un adolescente eterno y un enorme crustáceo y que en el Dalí de Boadella no sólo hay un retrato y un homenaje al pintor, sino sobre todo una lección moral.
Después de dos horas de risas y exaltaciones, salgo del teatro diciéndome que tengo que ir más a menudo al teatro, con ganas de montar a la mínima una huelga que sea también una juerga, y cuando veo en el hall al balonmanista legendario estoy a punto de gritarle: "Jou, no tens collons!", más que nada para ver qué pasa, pero, como ya hace tiempo que dejé de ser un adolescente y me he reblandecido por fuera y me han salido callos por dentro, recapacito y me abstengo. Un poco avergonzado, pienso en Dalí; luego en Cortázar, que escribió: "Genio es aquel que se lo cree y acierta." Y no sé si Dalí fue precisamente un genio -o si fue sólo un loco que tuvo la genial idea de creerse Dalí-; sé que se lo creyó, y sobre todo que ésa es la primera condición para ser un genio. En cuanto a Boadella, está claro que se ha creído que Dalí fue un crustáceo. Y que ha acertado. Daaalí no es una apología de Dalí: es una apología del crustáceo.